Abraham, Isaac, Jacob, David, Salomón, los antepasados de nuestra fe, fueron bendecidos con riquezas.

Todos le dieron crédito a Dios por haberles dado extensas tierras, ganado, tesoros preciosos e hijos. Tiene sentido que la riqueza fuera vista como una señal de complacencia de Dios con alguien, una recompensa por una vida justa. Es por eso que cuando Jesús dio este “sermón del monte”, sus palabras fueron impactantes.

En lugar de llamar bienaventurados a los ricos, Jesús da la bendición a los que están vacíos y ansiosos por la presencia de Dios. No es para el astuto hombre de negocios, sino para el amable sirviente; no so es para el que está lleno de tesoros, sino para el que ha perdido algo precioso. Estos, dice, son felices en Dios. Estos son bendecidos.

¿Por qué?

Tal vez sea simplemente una cuestión de espacio. A menudo, los que tienen mucho no sienten la necesidad de invocar a Dios, no recuerdan orar, ni tienen el impulso en su corazón para suplicar en su presencia. Pero los que carecen, los que tienen espacio, los que experimentan necesidad, constantemente hurgan en su espíritu para hablar con Dios.

Los que piden, reciben. Ven la mano de Dios obrando en sus vidas. Ellos ven milagros. Ven cómo las bendiciones llenan lo que antes estaba vacío. Donde hay escases, Dios derrama. ¡Eso sí que es bendición!