por Heather Tietz
Anda, pueblo mío, éntrate en tus aposentos, cierra tras ti tus puertas; escóndete un poquito, por un momento, en tanto que pasa la ira.
Hay un tiempo para ocultarse.
El poderoso abogado Alan Bell descubrió que esto era cierto hace más de treinta años cuando un especialista le informó que su única posibilidad de supervivencia sería ocultarse. El cuerpo de Bell, tan dañado por las toxinas ambientales, tuvo que ser escondido en una “unidad burbuja” estéril en medio del desierto de Arizona. Tuvo que ocultarse de las personas, los productos y muchos alimentos para que su enfermedad y debilidad terminaran.
A lo largo de la historia, vemos que en ocasiones Dios también ocultó a sus hijos.
Dios llamó a Noé para construir un arca gigante en la cual ocultarse.
Les dijo a los esclavos israelitas que pusieran sangre de cordero sobre sus puertas para que pudieran esconderse del ángel de la muerte.
Ayudó a Rahab a esconder a los espías israelitas y, a su vez, la ocultaron de la destrucción de Jericó.
David se ocultó de Saúl. Elías se escondió de la reina Jezabel. José y María ocultaron a Jesús de Herodes. A veces ocultarse es parte del plan de Dios, no por miedo, sino por sabiduría.
Sin embargo, ocultarse no es para siempre. La destrucción pasa, las puertas se abren, los villanos mueren, los cuerpos sanan. Incluso Bell encontró su salud al otro lado de su escondite.
Cuando somos llamados a ocultarnos, Dios también tiene en mente nuestro bien supremo.
¿Cuándo en mi vida ha sido sabio ocultarme?
Dios misericordioso, por favor sé mi escondite. Deja que tu gracia oculte mis pecados y me ayude a encontrar la paz en ti. En el nombre de Jesús oro, Amén.