por Margaret Michel
Y el que planta y el que riega son una misma cosa; aunque cada uno recibirá su recompensa conforme á su labor. Porque nosotros, coadjutores somos de Dios; y vosotros labranza de Dios sois, edificio de Dios sois.
Recuerdo que intenté plantar una semilla por primera vez.
Siendo de una gran ciudad, fue una aventura para mi. Coloqué la maceta en el umbral de mi ventana, esperando resultados de la noche a la mañana. Me apresuré a llegar a casa todos los días para buscar señales de vida, pero no descubrí nada.
Volví a colocar la pequeña maceta en otra solera, añadí más agua y, una vez más, volví a casa apurada en busca de brotes. De nuevo, no encontré nada.
Abatida, me enfadé por mi derrota. La tierra estaba tan plana y marrón como antes. Ni siquiera se asomaba una pizca de verde.
Pensaba deshacerme de la maceta de tierra muerta y dedicar mi tiempo y mis energías a otras posibilidades más provechosas. Pero la vida me distrajo y me hizo posponer mi decisión.
Unos días más tarde, cuando volví a ver la maceta, para mi total asombro, un largo tallo verde y dos hojas se extendieron como para dar la bienvenida a mi inspección.
El problema no fue una semilla defectuosa ni tampoco un suelo pobre. El problema fue mi impaciencia y mi expectativa de que todo el desarrollo se produjera por encima del suelo y a la vista de todos.
Me equivoqué en la forma de cultivar, pero me alegré mucho porque la agricultura de Dios me incluía a mí. Soy un testimonio de su paciencia. Sólo él puede ver en mí el crecimiento que es imperceptible para los demás.
¿Cómo me siento al formar parte del “cultivo de Dios”? ¿De qué manera él tiernamente se ocupa de mi cuidado?
Querido Dios, gracias por tu paciencia conmigo. Gracias por todo lo que provees para mi crecimiento. Te alabo por detectar vida donde otros solo ven suciedad. En el nombre de Cristo oro, Amén.