por Ami Hendrickson
Antes siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todas cosas en aquel que es la cabeza, a saber, Cristo.
Recientemente me visitó una vieja amiga. Ella vive en otro estado y no nos vemos muy a menudo.
Cuando llegó a la puerta principal, mi hija de quince años la recibió. “De primeras, pensé que eras tú”, declaró mi amiga. “Se ve exactamente como tú te veías en la escuela”.
Para que conste, no creo que mi hija se parezca “exactamente” a mí. Cuando la miro, veo a su padre más de lo que me veo yo. Aun así, no hay duda de que se parece a los dos. Ella no puede evitarlo. Está literalmente en su ADN.
El parecido familiar no termina con nuestros padres terrenales. Nuestro Padre celestial nos creó a su imagen (Génesis 1:27). Desde el principio de los tiempos, Él nos hizo parte de su familia.
Cuando el pecado entró en el mundo, deformó y mutó lo que una vez había sido perfecto. Pero Dios no quiere que ninguno de sus hijos se pierda (2 Pedro 3:9). Puso en marcha un plan que culminó con Jesús pagando el precio de nuestros pecados.
Ahora, cuando aceptamos el sacrificio de Jesús, dando la espalda al pecado y dirigiendo nuestro corazón hacia Dios, nos acercamos más al ideal que Dios tiene en mente para nosotros.
¡Dios está deseoso de que todo el mundo vea su semejanza familiar en ti!
¿Cuál es la mejor parte de “crecer” en Cristo? ¿Ya he experimentado eso en mi vida? ¿Cómo puedo experimentarlo más?
Querido Señor, por favor ayúdame a aprender a amar como tú lo haces. Bendíceme a medida que crezca en Cristo, para que pueda parecerme más a Él cada día que pasa. En el santo nombre de Jesús oro, Amén.