Hace unos meses construimos una casa nueva.

La casa es tal y como la queríamos. Ni demasiado grande ni demasiado pequeña: lo suficientemente espaciosa para que todos estemos juntos alrededor de la mesa y en el área de la sala de estar o la sala familiar. Espacio suficiente para pasar la noche con todos los nietos.

Debo decir que también es muy nueva. Entonces, cuando uno de los nietos hizo un rasguño de buen tamaño en la pared que quitó la pintura, NO me sentí feliz.

También tengo que admitir que quería gritar. Quería castigar. Quería que la “parte culpable” supiera lo enojada que estaba porque había arruinado mi pared. Pero no lo hice. En lugar de eso, elegí brindarle una gran dosis de gracia, cortesía inmerecida y buena voluntad. Merecía reprensión e incluso disciplina (por la forma en que sucedió). Pero en lugar de eso, elegí morderme la lengua y seguir adelante.

Le di un poco de gracia porque le amo. También le di gracia porque sé cuánta gracia Dios me ha dado y me seguirá dando todos los días de mi vida.

La gracia no es merecida, pero seguro que es agradable obtenerla, ¿no crees?