Han pasado casi veinte años desde que tuvimos un programa de talentos en la iglesia.

Esa noche, todos los miembros de nuestra pequeña congregación fueron invitados a subir al escenario y compartir su talento con el resto de la familia de la iglesia.

Algunos cantaron canciones o leyeron poemas. Otros mostraron las colchas que habían hecho o las plantas y productos que habían cultivado. Charles nos mostró monedas de su colección y habló sobre monedas. Albert hacía sonidos de pájaros, Anna tocaba el acordeón y Gloria repartía pastel de zanahoria hecho desde cero.

Pero fue el baile de ballet de mi hija Olivia el que se robó el espectáculo, a pesar de que mi abuela no quería que lo hiciera.

“¡No se puede bailar en la iglesia!” exclamó cuando Olivia le dijo lo que haría esa noche. “¡Es pecado bailar en la iglesia!” insistió, incluso cuando le recordé que le encantaba ver bailar a Olivia y que nunca se había perdido un recital.

Pero la abuela estaba segura de que los demás lo desaprobarían.

Cuando Olivia terminó su baile esa noche, el aplauso de nuestra pequeña familia de la iglesia fue largo y fuerte. Ella había compartido el don que Dios le había dado. Nadie frunció el ceño, ni siquiera la abuela.

La alabanza que es pura, sincera y que honra a Dios puede adoptar muchas formas.