Soy bendecida por el hecho de que nunca tuve que buscar el amor.

Además de criarme para que conociera el amor de Jesús, mis abuelos vivieron ese tipo de amor incondicional. No hay nada que yo pudiera haber hecho que hubiese conseguido que ellos dejaran de amarme. Nada en la tierra podría interferir con ese amor, y eso incluye la maldición del Alzheimer.

Si bien la memoria de la abuela y su capacidad de valerse por sí misma se desvanecieron, su fe y su amor incondicional por mí no lo hicieron. Todos los días durante los últimos años de su vida, repetidamente decía: “Solo oro para que Dios me lleve al descanso pronto”.

Excepto en la época de invierno.

Desde finales de octubre hasta los primeros indicios de la primavera en marzo, ella dijo: “Oro para que Dios me lleve al descanso, pero oro para que Él espere hasta la primavera para que no te resfríes parada en el cementerio a la intemperie”.

Si eso no es amor, entonces no sé qué sea.

Pero incluso, eso no se compara con la medida del amor de Dios por nosotros. Alabémoslo: su amor es más profundo, más intenso que cualquier otro amor que podamos conocer o siquiera imaginar.